Para el mes de Junio en la Tertulia Literaria se trabaja con el autor León Tolstoi como tema "La Sumisión", tenemos este cuento.
Cuento: ALIOSHA PUCHERO - Autor: LEÓN TOLSTOI
Tomado de: Sin encontrar
Aliosha era el hermano menor. Lo habían apodado «Puchero» porque un día su madre le había mandado que llevara un puchero de leche a la mujer del diácono y él había tropezado y lo había roto. Su madre le pegó y los niños, para hacerle rabiar, empezaron a llamarle «Puchero», que a partir de entonces se convirtió en su apodo.
Aliosha era un muchacho menudo, con grandes orejas (que sobresalían como alas) y gruesa nariz. Los muchachos se burlaban de él diciendo: «La nariz de Aliosha parece un perro en una colina». En la aldea había una escuela, pero Aliosha carecía de dotes para el estudio y además no tenía tiempo. Su hermano mayor vivía en la ciudad, en casa de un comerciante, y Aliosha había tenido que echar una mano a su padre desde muy niño. A los seis años cuidaba con su hermanita la oveja y la vaca en el prado; y, cuando creció un poco, empezó a vigilar los caballos, tanto de día como de noche. A partir de los doce empezó a arar y a conducir el carro. No tenía muchas fuerzas, pero era habilidoso. Siempre estaba contento. Cuando los muchachos se burlaban de él, Aliosha guardaba silencio o se reía. Si el padre le regañaba, él escuchaba sin abrir la boca. Y, en cuanto dejaba de reñirle, sonreía y se ponía manos a la obra.
Aliosha tenía diecinueve años cuando reclutaron a su hermano. Entonces el padre envió a Aliosha a casa del mercader, para que se ocupara de las labores de guardián que había desempeñado su hermano. Le dieron las viejas botas de éste, la gorra de su padre y un abrigo, y lo llevaron a la ciudad.
Aliosha estaba entusiasmado con su atuendo, pero el comerciante se mostró muy descontento de su aspecto.
—Pensaba que para sustituir a Semión traerías a una persona como Dios manda —dijo el mercader, después de examinar a Aliosha—. Y en cambio vienes con un mocoso. ¿Qué puedo hacer con él?
—Sabe hacer de todo: engancha los caballos, va a donde le mandes y trabaja de firme. A simple vista parece un palo, pero es de constitución fibrosa.
—Bueno, ya se verá.
—Y sobre todo es muy sumiso y le gusta mucho trabajar.
— ¡Qué le vamos a hacer! Que se quede.
Y Aliosha empezó a vivir en casa del comerciante, cuya familia no era muy numerosa; la componían su mujer, su anciana madre, el hijo mayor —hombre casado, de escasa formación, que ayudaba a su padre en los negocios—, otro hijo —que había acabado el instituto y había ingresado en la universidad, de donde le habían expulsado; ahora vivía en casa— y una hija, que estudiaba en el instituto.
En un principio Aliosha no les había caído bien: era un auténtico paleto, iba mal vestido, no tenía modales y tuteaba a todo el mundo, pero pronto se acostumbraron a él. Cumplía con sus obligaciones mejor que su hermano. Era en verdad sumiso, hacía cualquier trabajo que le mandaban con premura y buen ánimo, y pasaba sin interrupción de una labor a otra. Como había sucedido en la aldea, también en casa del comerciante Aliosha acabó ocupándose de toda clase de cometidos. Cuanto más hacía, más tareas le encomendaban. La mujer del comerciante, su madre, su hija, su hijo, el administrador y la cocinera: todos lo mandaban de acá para allá y le pedían que hiciera esto o aquello. No se oía más que: «Corre, muchacho», o: «Aliosha, ocúpate de esto. Aliosha, ¿no te habrás olvidado de lo que te he mandado? Aliosha, no te olvides de hacer lo que te he dicho». Y Aliosha iba de un lado para otro, se ocupaba de todo, vigilaba. No se olvidaba de nada, llegaba siempre a tiempo y nunca perdía la sonrisa.
No tardó en destrozar las botas del hermano; el amo le regañó por ir con las botas llenas de agujeros, enseñando los dedos desnudos, y le ordenó que se comprara unas nuevas en el bazar. Aliosha estaba muy contento con sus botas nuevas, pero, como los pies eran los de siempre, por la tarde le dolían de tanto ir y venir, y se enfadaba con ellos. Además Aliosha tenía miedo de que su padre le riñera cuando viniera a cobrar el dinero de su paga, porque el amo le había descontado el importe de las botas.
En invierno se levantaba antes del amanecer, cortaba leña, luego barría el patio, daba de comer a la vaca y a los caballos, los llevaba al abrevadero. Después encendía las estufas, cepillaba las botas y la ropa del amo, sacaba los samovares y los limpiaba. Más tarde el administrador le llamaba para que descargara la mercancía o la cocinera le ordenaba que amasara el pan o fregara los cacharros. A continuación lo mandaban a la ciudad para que entregara un billete, para que recogiera a la hija en el instituto, para que comprara aceite de quemar para la anciana. « ¿Dónde te metes, maldito? —le decía tan pronto uno como otro—. ¿Para qué va a ir usted? Mejor que vaya Aliosha de una carrera. ¡Aliosha!
¡Eh, Aliosha!» Y Aliosha se presentaba corriendo.
Desayunaba de pie y rara vez tenía tiempo para sentarse a comer con los demás. La cocinera le regañaba porque no llegaba nunca con el resto de sus compañeros, pero se compadecía de él y le guardaba siempre un plato caliente, tanto para la comida como para la cena. El trabajo era especialmente abundante los días de fiesta y las vísperas. A Aliosha le gustaban las fiestas, sobre todo porque le daban propina; es verdad que reunía muy poco, no más de sesenta kopeks, pero era su propio dinero. Podía gastarlo como mejor le pareciera. La paga no la veía nunca. El padre llegaba, cogía el dinero de manos del mercader y se limitaba a regañar a Aliosha por haber desgastado tan pronto las botas.
Cuando con esas propinas logró reunir dos rublos, se compró una chaqueta roja de punto, siguiendo el consejo de la cocinera. En cuanto se la puso, se sintió tan satisfecho que no podía dejar de sonreír.
Aliosha hablaba poco y sus palabras eran breves y entrecortadas. Cuando le encomendaban alguna tarea o le preguntaban si podía hacer esto o lo otro, decía siempre, sin la menor vacilación: «Desde luego», y acto seguido se ponía manos a la obra.
No conocía ninguna oración; había olvidado las que le había enseñado su madre; pero de todos modos, rezaba por la mañana y por la noche: rezaba con las manos y se santiguaba.
Así vivió Aliosha un año y medio; luego, en la segunda mitad del segundo año, se produjo el acontecimiento más extraordinario de toda su vida. Con gran estupor descubrió que, además de las relaciones derivadas de las necesidades mutuas de los seres humanos (aquellas que obligaban a un hombre a cepillar botas, hacer recados o enganchar el caballo), había otras de una clase muy distinta, en virtud de las cuales una persona, aun sin tener ningún compromiso, sentía la necesidad de servir y ser amable con otra. Por medio de la cocinera Aliosha había conocido a Ustinia, una joven huérfana que trabajaba tanto como Aliosha. La muchacha había empezado a compadecerse de Aliosha, que había sentido por primera vez que otro ser humano se interesaba por él, no por sus servicios. Apenas había prestado atención cuando su madre, a veces, le mostraba compasión, pues le parecía que así debía ser, que era como si él se compadeciera de sí mismo. Pero ahora, de pronto, se había dado cuenta de que Ustinia, una muchacha con la que no tenía ninguna relación de parentesco, se compadecía de él, le dejaba en la cazuela gachas con mantequilla y, mientras comía, lo miraba con la barbilla apoyada en el brazo remangado. Cuando Aliosha le echaba una ojeada, ella se echaba a reír y él la secundaba.
— ¿Le has echado el ojo a alguna? —preguntó ella.
—Sí, me gustaría casarme contigo. ¿Aceptarías?
— ¡Vaya con el Puchero! ¡Menuda labia tiene! —exclamó ella, dándole un golpe en la espalda con el trapo que llevaba en la mano—. ¿Y por qué no?
Por Carnaval el viejo vino a la ciudad para cobrar el sueldo de Aliosha. La mujer del mercader se había enterado de que el muchacho tenía intención de casarse con Ustinia, y la noticia no le había gustado. «Se quedará embarazada y con un niño no servirá para nada», le había dicho a su marido.
El amo entregó el dinero al padre de Aliosha.
— ¿Qué, se porta bien mi hijo? —preguntó el campesino—. Ya te dije que es muy sumiso.
—Sí que lo es, pero se le ha metido en la cabeza una estupidez. Pretende casarse con una cocinera. Y yo no quiero gente casada. Esas cosas no nos gustan.
— ¡Qué tonto, pero qué tonto! ¡Vaya una ocurrencia! —exclamó el padre—. No te preocupes. Ya me encargaré yo de quitarle esa idea de la cabeza.
El padre fue a la cocina y se sentó a la mesa, en espera de que volviera el hijo. Aliosha había ido corriendo a hacer unos recados y volvió jadeando.
—Pensaba que eras más sensato. Pero ¿qué es lo que se te ha ocurrido? —dijo el padre.
—Nada.
—¿Cómo que nada? Quieres casarte. Ya te casaré yo cuando llegue el momento. Y elegiré a alguien que te convenga, no a una pelandusca de ciudad.
El padre habló mucho. Aliosha estaba de pie y suspiraba.
Cuando su padre terminó, Aliosha sonrió.
—Entonces, debo abandonar esa idea.
—Así es.
Cuando el padre salió y Aliosha se quedó a solas con Ustinia, le dijo (ella había estado escuchando detrás de la puerta mientras el padre hablaba con su hijo):
—Nuestros planes no van a ningún lado, es imposible, ¿Lo has oído? Se ha enfadado y no me ha dado permiso.
Ella lloraba en silencio, tapándose la boca con el delantal.
Aliosha chasqueó la lengua.
—No podemos desobedecer. No hay más remedio que olvidarse de todo.
Por la tarde, cuando la mujer del comerciante lo llamó para cerrar los postigos, le dijo:
—¿Qué? ¿Has hecho caso a tu padre? ¿Te has dejado ya de tonterías?
—Pues claro —dijo Aliosha echándose a reír, e inmediatamente rompió a llorar.
A partir de ese momento Aliosha no volvió a hablar con Ustinia de matrimonio y siguió viviendo como antes.
Durante la Cuaresma el administrador le mandó que quitara la nieve del tejado. Aliosha se encaramó a él, lo limpió de arriba abajo, empezó a retirar la nieve endurecida que había junto a los canalones, resbaló y se cayó con la pala. Por desgracia, no cayó sobre la nieve, sino sobre la placa de hierro de la entrada. Ustinia y la hija del amo acudieron corriendo.
—¿Te has hecho daño, Aliosha?
—Sólo me faltaba eso. No, no es nada.
Trató de levantarse, pero no pudo y se quedó sonriendo.
Lo llevaron a la habitación del vigilante. Vino un enfermero, que lo examinó y le preguntó dónde le dolía.
—Me duele todo, pero no es nada. Lo que temo es que el amo se enfade conmigo. Habría que avisar al viejo.
Aliosha guardó cama dos días enteros; al tercero mandaron llamar al pope.
— ¿No irás a morirte? —le preguntó Ustinia.
— ¿Y por qué no? No se puede vivir eternamente. A todo el mundo le llega su hora —dijo Aliosha con apresuramiento, como siempre—. Gracias por haberte compadecido de mí, Ustinia. Menos mal que no: dejaron que nos casáramos. No habría salido bien. Es mucho mejor así.
Acompañado del pope, rezó con las manos y con el corazón. Su corazón le decía que se está bien en el mundo cuando se obedece y no se ofende a los demás, y que también estaría bien allí.
Hablaba poco. Sólo pedía de beber y parecía sorprenderse de algo.
En un determinado momento se estiró y, sin abandonar esa expresión de sorpresa, exhaló el último suspiro.
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